Imaginando el cráter
Restaban pocos días para
completar el tercer mes del año. Puntualmente desfilaban las dieciocho horas
del 25 de marzo de 2010.
Estaba sentado frente a mi
computadora buscando información referente a un “cacho” de Cordillera que había
activado mis estímulos. Los factores externos e internos capaces de provocar en
mí reacciones auténticas, y en su mayoría positivas, se habían encendido.
Siento que mi familia, mi
novia, mis amigos, mis seres queridos en general, también encienden en mí sentimientos
y sensaciones agradables a diario, y probablemente, esta condición sea válida
para todos, o la mayoría, de los habitantes del planeta. Pero creo que cada
persona posee una llama extraordinaria que sólo se concibe si los componentes
de la combustión son los adecuados.
La posibilidad de desafiar
mis propios límites y los de la naturaleza agitan mi efervescente necesidad de
liberación. Son los componentes perfectos para incinerar cualquier emoción
negativa y convertirla en cenizas. Es mi combustión perfecta, y aunque todavía
no me encontraba pedaleando el ripio, el proceso ya se había iniciado, era un
fósforo que quería transformarse en hoguera.
Mis neuronas conducían
impulsos nerviosos directo al corazón, lo hacían latir más fuerte. Me imaginaba
emancipado de las rutinas cotidianas, bajo un cielo soberano y sin
perturbación, sin edificios que confinaran el horizonte, sin las barreras
arquitectónicas que sólo permiten echar un vistazo a la porción de cielo que
nos cubre. Necesitaba estar lejos, por un tiempo, de la selva de asfalto.
Mi destino esperaba (al día
de hoy: 14 de mayo de 2010, ESPERA) paciente en el cerro llamado bonete chico
que forma parte de un complejo volcánico extinguido. El mismo se destaca por
poseer un cráter llamado "Inca Pillo" o “Corona del Inca” que
contiene en su interior un espejo de agua de 350 metros de
profundidad. Esta laguna, formada por el deshielo de las paredes congeladas que
la rodean, fue tan encantadora que se asomó en mi vida, sin demorar me sedujo y
con efectividad me conquistó. Y todo a través de la red de redes, pasaban los “clicks”
y me sentía cada vez más cerca.
Cimientos de una meta
Todo lo que leía indicaba
que era una expedición de grado extremo y máxima dificultad en vehículos 4x4. Por
lo tanto, se podía deducir claramente que realizar ese mismo recorrido en bicicleta
sería aún más complicado, pero irónicamente mi autoestima suponía que los textos
exageraban.
En Internet pude encontrar
algunos relatos, aunque no muchos, de chiflados sobre dos ruedas que se
aventuraron hacia el Corona, algunos (dos), superaron las adversidades y lograron llegar,
a otros se les complicó un poco, quizás las leyendas sean ciertas, quizás los
dioses sólo permitan alcanzar las altas cumbres a sus elegidos. En fin, lo
bueno es que de cada uno conseguí rescatar algo y apunté datos empíricos que me
parecieron importantes.
Cada texto transmitía
el mismo mensaje: “El Cráter Corona del Inca es uno de los lugares mas
difíciles de arribar y es accesible a partir de diciembre siendo imposible
antes al estar bloqueados, por la nieve, todos los accesos”. “La travesía al Cráter es una de las excursiones más
extremas a nivel mundial”.
Continuaban
las advertencias con párrafos similares al siguiente: “En cordillera, más
específicamente en la zona de los Volcanes, el frío es intenso aún en verano,
la temperatura oscila entre 5ºC
bajo cero y de 5ºC
a 8ºC
grados al mediodía, hay vientos de 30 a 60 km ./hora, esto implica que
la sensación térmica desciende hasta unos helados 15ºC o 20ºC bajo cero”.
Y no sólo
señalaban la dificultad del camino, o sea, el lecho de un río de arena
volcánica, también la restricción de los horarios para avanzar: “se debe estar
en el cráter con las primeras horas de luz. El río crece a media mañana por el
deshielo. El regreso se puede emprender apenas después del mediodía”.
Sinceramente
debo estar un poco loco, pensaba en eso y en no confesárselo a nadie. Buscaba
aventura extrema y ciertamente me había topado con el enorme riesgo de
conquistar la gloria o de convertirme en un “Palito-Bombóm-Helado”. Justamente
en esos momentos, en esos instantes de oscilación, aparece el miedo a fracasar,
a no superar los obstáculos. Ya había pasado por situaciones similares en el
pasado y en distintos ámbitos de mi vida. Intuía que había adquirido cierta
madurez emocional que me daba seguridad y confianza, siempre me sentía capaz y
en condiciones, afirmaba que la suerte me acompañaba y que las adversidades eran,
una vez superadas, un motivo de alegría. Por lo tanto, eran bienvenidas.
Conmemoraba
cada chiflada prueba superada y fortificaba mis ideas, me acordaba de una
maratón de 21 km .
que había corrido sin entrenar y a un día de volver de vacaciones con mi novia.
Nunca había corrido tantos kilómetros en mi vida, y era la segunda vez que me
anotaba en una carrera de este tipo. “Anti-deportivo” para el juicio de
cualquier atleta, pero “Super-gratificante” para los que no tienen juicio, para
los que sueñan y confían en que todo va a estar bien. Y así fue, llegué con las
piernas en las manos pero con el espíritu en las nubes, de todas maneras el
tictac me sonreía: 1 hora con 40 minutos, nada mal para un novato maratonista
con short de fútbol, gafas de ciclista y zapatillas de básquet.
Mi gran
secreto era, y lo sigue siendo, gravitarme alrededor de algún pensamiento dogmático.
Es decir, me apoyaba en alguna creencia individual o colectiva no sujeta a
prueba de veracidad, pero que personalmente consideraba llena de sentido. Estos
“principios” que elegía como mentores me impulsaban. Sabía que alguien en algún
momento de la historia había pensado igual que yo, era conciente de la
subjetividad de este tipo de especulaciones. Sospechaba que posiblemente
deliraba, pero de esta forma me motivaba y me sentía respaldado.
En este
caso mi patrocinador sería un escritor británico
que había nacido el 16 de diciembre de 1917 en Minehead (Inglaterra).
Su nombre era Arthur Charles Clarke. Era
autor de obras maestras de ciencia ficción como "2001 : Una Odisea Espacial ”
y yo no lo conocía. Algo que solía
suceder, y siempre ocasionaba la misma efímera reacción: “Sin dudas tengo que
leer más” pensaba en silencio, y con los ojos secos de tanto mirar el monitor.
Buscando en Internet había encontrado una frase suya que resultaba
coherente con la aventura. Arthur expresó, alguna vez, que “la única posibilidad de descubrir los
límites de lo posible es aventurarse un poco más allá de ellos, hacia lo
imposible”. Eran las palabras perfectas. No representaban sólo sustantivos,
adjetivos y verbos. Eran palabras que podían convertirse en realidad. En el
resto del año, y hasta el anhelado momento de comenzar a pedalear rumbo al
cráter, me enseñaría a creer en ellas. Debía recordarlas y repetirlas cada día
con el objeto de convertirlas en realidad. Cada letra representaría a cada
kilómetro recorrido, estaba seguro de que podía certificar con hechos que
Arthur tenía razón.
Indagando
datos sobre mi nuevo auspiciante emocional, encontré algo paradójico: su fecha
de fallecimiento. Mi distinguido mentor había abandonado este mundo justo un19 de marzo.
Quizás ese mismo día, algún compañero de aventura y yo, estaríamos expuestos al
complicado horizonte cordillerano, solos en la tierra de los volcanes
esforzándonos por avanzar.
Esta
casualidad me entusiasmaba aún más, sonreía y suponía que Arthur estaría
orgulloso. Razonaba como un demente. Como un tipo feliz y sin miedo. Razonábamos
como locos, como tipos felices y sin miedo, ya éramos tres.
Allá vamos…
Martín, Mauro y Elían.